Ella es divina.
Simplemente divina.
Sus senos, redondos y eternamente deseables.
Sus ojos, los de una mujer inocente.
Su mirada… incapaz de ocultar la belleza que lleva dentro.
Muchas veces me sentí culpable
por haberla deseado tanto en silencio.
Pero no era mi culpa.
La culpa, tal vez, era suya.
Yo no soy responsable
de que exista una mujer tan hermosa como ella.
Una mujer de cuerpo indio,
esbelto, perfectamente moldeado,
de cabello negro como sus ojos,
y con una mirada tan tierna como su sonrisa,
donde escondía tanta belleza.
Quizás no sea culpa suya ser hermosa,
definitivamente fue culpa de Dios.
Él fue quien se detuvo a esculpirla perfecta,
a crearla tan bella.
Pero fue ella quien eligió ser tierna.
Nunca le dije que, desde la primera vez que la vi,
quedé hechizado por su cuerpo.
Para mi fortuna —o castigo divino—
se sentó a mi lado en las clases de inglés.
Y al hacer las prácticas del día,
era mi compañera habitual.
No hablábamos mucho,
porque éramos pocos alumnos
y el profesor exigía atención constante.
En esos breves momentos personales,
descubrí cosas que nunca podré olvidar:
que tenía un hijo de tres años,
que estudiaba derecho,
que creía en Dios y practicaba una religión,
que le gustaba correr y jugar voleibol.
Y supe también, en una ocasión,
que tenía un problema del cual no quiso hablarme.
Planeaba en silencio acercarme a ella.
No sabía cómo conquistar a una mujer
que, a sus treinta años,
era más perfecta que muchas a cualquier edad.
Su belleza me intimidaba.
La recordaba una y mil veces
caminando por el pasillo,
alejándose de la clase.
Debió haber estudiado modelaje.
Jamás pude sacar de mi mente
ese escote que una vez
me permitió ver los senos
más divinos y seductores
que mi imaginación pudo concebir.
Más de una vez me preguntaron
si era un fetiche…
pero no lo creo.
Después de todo,
solo ella lo despertaba.
Estaba convencido
de que me estaba obsesionando.
Era mayor que yo.
Seis años mayor.
Pero eso no me importaba.
Ni me importa aún.
Estaba dispuesto a aprender de ella,
a entregarme a ella,
a unir mi mundo al de un ángel.
Maldecía la modestia que impone la religión,
aunque también comprendía
que quizás era eso lo que la mantenía sola.
Y no porque lo mereciera,
sino porque yo la quería solo para mí.
Pero no sabía cómo cruzar esa barrera
que había mantenido a tantos lejos de su corazón.
Debía encontrar la forma
de entrar en él…
y quedarme.
Quise invitarla al cine,
pero encontré mil razones para no hacerlo.
Imaginé cocinar para ella,
llevarla a casa,
estudiar juntos,
vivir juntos,
salir juntos.
Pero no hallaba el camino hacia ella.
Al final, con profundo dolor,
decidí rendirme
y alimentar mis sueños
con los momentos que compartimos en clase.
Pero el destino fue cruel:
la puso tan cerca
cuando aún era débil mi determinación.
Si tan solo tuviera la oportunidad
de decirle una vez
cuánto la amé en silencio…
Aunque no correspondiera a mis sentimientos,
le expresaría todo lo que haría por ella.
Y quién sabe…
tal vez, incluso,
me habría correspondido.
Pero son solo ilusiones.
Sé que se fue,
y no volverá.
Lo que nunca entendí
fue por qué me escribió esa carta.
Después de todo,
nunca compartimos nada,
y jamás vi en ella
el interés que yo sentía por ella.
Tal vez debí leer esa carta.
Quizás…
hoy, todo sería distinto.